martes, diciembre 30, 2008

CASTRISMO Y ALFOMBRA ROJA

Castrismo y alfombra roja

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La integración regional quita coartadas de radicalización al régimen, pero atribuirle el efecto contrario raya en la ingenuidad.
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Por Michel Suárez, Madrid
29/12/2008

Alina Fernández Revuelta, "la hija rebelde de Fidel Castro", definió en unas pocas palabras el jolgorio diplomático que disfruta internacionalmente el castrismo: "Al régimen le ha bastado cambiar el uniforme por el traje para que le consideren una democracia". Aunque la frase retrata la situación, esta sólo explica la mitad del problema. La alfombra roja que América Latina acaba de extender a Raúl Castro, como si se tratara de una estrella de Hollywood, es la imagen pública de la realpolitik latinoamericana; imberbe y venida a menos, es cierto, pero realpolitik al fin y al cabo.

Los analistas partidarios de la "nueva" táctica forjan sus esperanzas en negociaciones opacas. Según ellos, Raúl Castro habría llegado a compromisos con sus actuales valedores, léase Lula da Silva, Felipe Calderón y Michelle Bachelet. Desde ese punto de vista, los intermediarios diplomáticos han hecho lo mismo que sus predecesores: arriesgar capital político interno y exponerse a las (lógicas) críticas por dar palmaditas en el hombro de un dictador. Un día después de participar en un congreso brasileño sobre derechos humanos, Lula se reunió con Raúl Castro. Sin embargo, se abstuvo de mencionar la soga en la casa del ahorcado.

Felipe González, Fernando Henrique Cardoso, Jimmy Carter y otros mandatarios y cancilleres trabajaron temas parecidos. El régimen de La Habana participó, según qué época e intermediario, en negociaciones cuyo principal objetivo era la compra de tiempo. Dicho factor, sacando cuentas, clasifica como el producto de importación número uno del castrismo. Ahora, tras el cambio formal de poder, provocado por la enfermedad de Fidel Castro, el régimen acude nuevamente al mercado del tiempo, en busca, esta vez, de unos pocos años útiles para el sucesor que, eso sí, tiene claras las limitaciones de su edad.

(Raúl Castro y Lula da Silva, el 18 de diciembre en Brasilia. (AP) )

Es evidente que Lula da Silva, un ex obrero metalúrgico de probada vocación democrática, no comparte un sistema político como el cubano, que ni siquiera permite postularse a otras izquierdas diferentes al Partido Comunista (si es que la agenda del PCC puede considerarse de izquierda).

Lógica de subsistencia

Los presidentes latinoamericanos que ahora —discreta y efusivamente (en cuanto a derechos humanos y respaldo político, respectivamente)— están dispuestos a vender más tiempo a Raúl Castro, no estuvieron involucrados en los procesos anteriores. Por ello creen, ilusamente, que el cambio de rostro acaecido en febrero de 2008 es una señal interesante que merece apoyos y el beneficio de la duda.

Es lo que sucede en las negociaciones entre gobiernos democráticos y dictaduras de larga data. Los demócratas cumplen sus períodos y abandonan el poder; se marchan y dejan el tema cubano casi como lo empezaron. Pero a los dictadores, sobre todo si llevan la friolera de 50 años, les sobra paciencia para recomenzar, una y otra vez, cuantos procesos sean necesarios. Es la estrategia habanera frente a la táctica de los bienintencionados, en cualquier punto del mundo.

A Lula da Silva le restan dos años y medio de mandato constitucional. Su sucesora, Dilma Rousseff, si gana las elecciones generales, probablemente heredará su gestión. Difícilmente Lula alcance a ver progresos importantes durante el tiempo que le queda de ejercicio. La lógica de subsistencia del castrismo se basa en la rotación democrática… de los otros países.

En casi cinco años de políticas de "diálogo crítico", el gobierno español sólo ha logrado arrancarle a La Habana, de forma visible, un puñado de presos políticos, a los que ni siquiera se les ha permitido quedarse en la Isla. Cada preso de conciencia fuera de las rejas es una victoria humana, pero no el retrato de un cambio político. Al menos, no lo ha sido.

También es cierto que no todas las negociaciones trascienden a la prensa. Por ejemplo, fuentes políticas dan fe de las presiones de España para que no condenaran al roquero Gorki Águila, durante el juicio al que fue sometido en agosto pasado, e invocan el resultado para respaldar la eficacia de la "diplomacia silenciosa".

Nadie pone en duda de que el diálogo político, la colaboración y la integración son métodos saludables, pero, en tanto métodos, no son un fin en sí mismos. Zapatero, Lula y otros mediadores actuales de la cuestión cubana reclaman paciencia para la materialización de los cambios, como si Cardoso o González no hubieran seguido un esquema similar.

Hace cinco años que Jean Chretien abandonó su cargo. El entonces primer ministro de Canadá fue algo así como el sumo sacerdote del "diálogo constructivo" con La Habana. En todo este tiempo, con los datos en las manos, el único cambio verdaderamente tangible es la autorización de los teléfonos móviles, la venta de ordenadores sin acceso a internet y el acceso de cubanos a los hoteles, esta última, una prohibición que ni siquiera era constitucional.

Raúl Castro ha eliminado algunas "prohibiciones absurdas", pero no ha dado un solo paso serio para aminorar el absurdo sistema político imperante. El aparato represivo está incólume, los encarcelamientos masivos han sido sustituidos por arrestos breves, palizas o actos de repudio, y hasta la entrega en usufructo de tierras ociosas carga con el lastre de la selectividad ideológica.

¿Aplausos para qué?

Es cierto que el proceso de integración en los organismos multilaterales quita coartadas para la radicalización, a un régimen que ha sabido moverse en su propia salsa en escenarios de aislamiento; pero atribuirle el efecto contrario raya en la ingenuidad, cuando no en la indolencia.

Hace menos de una década, cuando se iniciaba el giro hacia la izquierda en América Latina, y Chávez, Lula y Tabaré Vázquez eran sólo proyectos para una boleta electoral, algunos pensaron que un concierto de gobiernos izquierdistas, elegidos democráticamente en las urnas, avergonzaría al régimen impuesto por los hermanos Castro en La Habana.

Hoy, afincados en el rojo intenso radical o en la socialdemocracia más pragmática, países como Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Bolivia, Venezuela, Honduras, Ecuador, Perú, Costa Rica y casi seguramente muy pronto El Salvador, han cambiado el mapa cromático de la región. La única reacción cubana de la que puede hablarse con certeza ha sido la respectiva "felicitación" de Fidel Castro y su apoyo a turbios procesos constituyentes.

Si Lula da Silva —Zapatero, imposible, por los temores que genera la UE en el régimen— consigue arrancarle un paquete de medidas a Raúl Castro, muchos serán capaces de beber el trago amargo, con tal de que se abra una brecha hacia el cambio. De otra manera no se justifica el aplauso tributado por una treintena de presidentes democráticos al único dictador presente en las cumbres recientemente convocadas. Habría que pensar que le aplaudieron para que actuase, para que transformara.

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